Clases de fuego
Todo lo que vas a leer a continuación está hecho para excitarte y envolverte, sin censura, con una mezcla de deseo y erotismo crudo
«Clase de fuego»
Nunca pensé que una clase de Literatura Contemporánea me iba a calentar tanto.
No por el contenido —que era un embole— sino porque ahí fue donde conocí a Stefano. El tipo entró tarde el primer día, con el pelo medio mojado por la lluvia, una mochila cruzada al pecho y una actitud que mezclaba timidez y algo… algo eléctrico. Tenía esos ojos marrones que te desnudan sin apuro, una sonrisa ladeada que parecía saber más de lo que decía, y un cuerpo que claramente no era de alguien sedentario.
Nos sentamos cerca y empezamos a hablar por un trabajo en grupo. Intercambiamos números. Empezamos a vernos más seguido, bajo la excusa de “repasar textos”. Pero desde el principio, yo sabía que entre nosotros había algo más. Cada vez que me hablaba, lo hacía más cerca. Cada vez que se reía, me rozaba con el brazo. Y yo me moría de ganas de tocarlo.
Una tarde, vino a mi cuarto a estudiar. Mis viejos no estaban. Era otoño, llovía suave y el cuarto tenía ese calor húmedo que te pide desnudarte.
Stefano estaba tirado en mi cama, leyendo en voz alta un fragmento de Barthes, cuando me miró de golpe. Me clavó los ojos, me sonrió con media boca y dijo:
—¿Sabés que me cuesta concentrarme cuando estás tan cerca?
Me le acerqué más, sentí su aliento en la cara.
—¿Y si dejamos de fingir que estamos acá por la facultad?
Entonces me besó. Así, sin más. Como si lo hubiera estado esperando. Nuestros labios se chocaron con ansiedad, con hambre. Fue un beso húmedo, profundo, con lenguas que se buscaban, mordidas suaves que me hicieron gemir bajo la respiración.
Me tiró contra la cama. Se sacó la remera. Tenía el torso marcado, con esa línea perfecta que baja del ombligo hasta el pantalón. Yo le saqué el cinturón mientras me besaba el cuello, y cuando le abrí el jean, su verga ya estaba tan dura que se le marcaba contra el calzoncillo.
Se la bajé despacio, sintiendo su piel caliente, palpitante en mi mano. Me arrodillé entre sus piernas, lo miré a los ojos, y empecé a chuparlo lento, lamiendo desde la base hasta la punta. Le sentía los gemidos temblando en el abdomen. Le agarré los muslos mientras me la metía entera en la boca, una y otra vez, mojándosela con saliva, sintiendo cómo se tensaba.
—La puta madre, Emiliano… —gimió, pasándome la mano por el pelo—. Vas a hacer que me corra…
Paré un segundo. Me subí encima y lo besé con la boca llena de su sabor. Él me bajó los pantalones con desesperación, me acarició el culo, metiendo los dedos con ansiedad, humedeciéndolos con su propia saliva. Me abrió despacio, jadeando, hasta que no aguantó más.
Se puso un forro. Me apoyé sobre sus piernas, dándole la espalda, y sentí cómo me empujaba despacio. Su glande se abrió paso en mi interior, lento, firme. El calor me recorría entero. Me arqueé hacia atrás mientras él se aferraba a mis caderas y me la metía toda, hasta el fondo.
—Sos tan caliente… —me dijo al oído, besándome el cuello mientras me bombeaba—. Siempre quise cogerte así.
Lo monté con fuerza. Me la clavaba con cada embestida. Yo gemía, él me agarraba del culo con fuerza, jadeando entre dientes. El sonido de la piel chocando llenaba el cuarto. Me masturbé mientras él me cogía y no tardé en acabarme todo sobre su pecho, gritando su nombre. Unos segundos después, lo sentí tensarse dentro mío, descargándose profundo, con un gemido ronco que me prendió fuego el alma.
Nos quedamos tirados, sudados, con el corazón latiendo al mango. Me apoyé en su pecho, respirando agitado.
—Esto no se termina acá, ¿no? —preguntó, acariciándome la espalda.
—Ni en pedo —le dije—. Esto recién empieza.
Relato ficticio
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