La tremenda sorpresa

La tremenda sorpresa

Me llamo Sergio, tengo 37 años, mido 1.74 y peso unos 90 kilos. No soy un modelo de revista, pero me mantengo en forma con calistenia en los parques de San Miguel, aquí en Santiago de Chile. El verano ya se sentía en noviembre, con ese calor pegajoso que te obliga a sudar hasta en la sombra. Mi mejor amigo es Sebastián, un tipo de 40 años recién cumplidos, casado con una mujer preciosa y padre de un niño de 5 años. Él mide 1.89, es macizo como un toro, y lleva 16 años entrenando en el gym. Su físico es espectacular: brazos como troncos, espalda ancha, y unos pectorales que parecen tallados en mármol, con tetillas oscuras y prominentes que siempre me han llamado la atención de forma sutil, aunque nunca lo admití. Somos inseparables desde hace años, compartimos cervezas, asados y sesiones de entrenamiento. Pero todo cambió ese verano, cuando descubrí algo que me dejó sin aliento: Sebastián tenía un pene enorme, de esos que parecen de película porno. 25 centímetros de largo por 8 de diámetro, una bestia que no podía ignorar. Y con el tiempo, caí en la tentación. Me convertí en su mamador personal, experto en tragármelo todo, mejor que cualquier mujer que haya tenido. Pero no fue de la noche a la mañana; fue un proceso lento, morboso, lleno de seducción por parte de él y de mi propia curiosidad reprimida.

Todo empezó a finales de noviembre. El calor era infernal, y después de una sesión intensa de calistenia en el Parque El Llano, decidimos ir a su casa a refrescarnos. Su esposa, Carla, estaba en las últimas semanas antes de partir a un trabajo en Argentina por unos meses; un contrato temporal que la obligaba a dejarlo solo con el niño. Ese día, el pequeño estaba con los abuelos, así que teníamos la casa para nosotros. Sebastián vivía en un barrio tranquilo de San Miguel, una casa modesta pero cómoda con un patio trasero donde solíamos tomar sol. Después del entrenamiento, nos duchamos en el baño de visitas. No era la primera vez que nos veíamos desnudos –éramos amigos, carajo–, pero esa vez fue diferente. Yo salí primero de la ducha, me sequé y me puse los boxers. Él entró después, y mientras yo me vestía en la habitación contigua, lo vi de reojo a través de la puerta entreabierta. Estaba secándose, y ahí estaba: colgando entre sus piernas musculosas, un pene flácido que ya medía más que el mío erecto. Grueso, venoso, con una cabeza rosada que parecía desafiar la gravedad. Mi pene mide 18 centímetros en erección, nada mal, pero aquello era otra liga. Sentí un calor subirme por el cuello, una mezcla de envidia y algo más… algo que no quería nombrar. Me vestí rápido y salí al patio, fingiendo que no había visto nada.

Esa noche, en mi departamento a unas cuadras de allí, no pude dormir. El calor de diciembre ya asomaba, y yo daba vueltas en la cama, imaginando esa cosa. ¿Cómo sería erecta? ¿Cómo la manejaría Carla? Sebastián siempre presumía de su vida sexual con su esposa, pero nunca entraba en detalles. Éramos heteros, o eso creía yo. Pero esa imagen se me clavó en la mente. Pasaron los días, y Carla se fue a mediados de diciembre. Sebastián quedó solo; el niño se quedó con los suegros por las vacaciones escolares, y él tenía tiempo libre en su trabajo de ingeniero. Me invitaba más seguido a su casa: «Ven, hagamos un asado, miramos el partido, nos refrescamos en la piscina inflable». Yo aceptaba, porque éramos amigos, pero notaba algo en su mirada. Una sonrisa ladeada, un roce casual en el hombro. Él era el seductor, sutil al principio. Sabía que yo lo admiraba físicamente; siempre me decía que mis entrenamientos de calistenia me daban una agilidad que él envidiaba, pero que su masa muscular era imbatible. Y esos pectorales… Dios, eran como dos placas perfectas, con vello negro recortado que los hacía aún más tentadores.

La primera vez que cruzamos la línea fue una noche de diciembre, justo antes de Navidad. El calor era asfixiante, el aire acondicionado de su casa zumbaba, y habíamos tomado unas cuantas cervezas después de entrenar. Estábamos en su sala, en shorts y sin camisa, sudando pese al fresco artificial. Él se recostó en el sofá, abriendo las piernas un poco más de lo necesario. «Sergio, ¿sabes qué? Carla me deja solo y estoy que reviento. Las mujeres son complicadas, pero un amigo como tú…». Me miró fijamente, y vi el bulto en sus shorts creciendo. Mi corazón latió fuerte. Intenté bromear: «Ja, no jodas, Seba, ve a buscar una mina». Pero él no se rio. Se ajustó el paquete con la mano, y dijo: «Mira, weón, sé que me viste el otro día en la ducha. No seas maricón, admítelo. Te impresionó, ¿verdad?». Me quedé mudo. Él se bajó un poco los shorts, dejando asomar la cabeza de esa monstruosidad. «Tócalo, si quieres. Solo amigos ayudándose». No sé qué me pasó, pero extendí la mano. Era caliente, pesado, como una serpiente viva. Se endureció en mi palma, creciendo hasta esos 25 centímetros imposibles, grueso como mi muñeca. El diámetro de 8 centímetros lo hacía intimidante, venas palpando bajo la piel suave.

No hubo penetración esa noche, ni nunca. Sebastián lo dejó claro: «Solo oral, weón. Nada más. Me gusta que me chupen, y Carla no lo hace profundo». Me sedujo con palabras suaves, guiando mi cabeza hacia abajo. Yo, nervioso, lo lamí primero. El sabor salado de su piel, mezclado con el sudor del día, me invadió. Era morboso, prohibido. Chupé la cabeza, grande como una ciruela, y sentí su mano en mi nuca. «Más adentro, Sergio. Relájate». Pero no podía; era demasiado grande. Tosí, me ahogué un poco, pero él gemía: «Mejor que cualquier mina, weón. Sigue». Lamí sus bolas, pesadas y peludas, y luego subí a sus pectorales. Él me guió: «Chupa aquí también». Mordí suavemente una tetilla, sintiendo cómo se endurecía bajo mi lengua. Sus pectorales eran firmes, musculosos, y el vello me raspaba los labios. Me excitaba morderlo, lamerlo como un animal. Mi propio pene de 18 centímetros estaba duro en mis shorts, pero no lo toqué; esto era sobre él. Terminó en mi boca, un chorro caliente que tragué por instinto. Me sentí sucio, pero excitado. «Eres bueno, Sergio. Vamos a practicar más».

Los días siguientes fueron un torbellino. Diciembre avanzaba, el verano en pleno, y yo iba a su casa casi todas las noches. Él me seducía con mensajes: «Ven, weón, necesito alivio». Al principio, solo chupaba lo que podía: la mitad, lamiendo el tronco venoso, succionando la cabeza mientras masajeaba sus bolas. Pero Sebastián era paciente, un maestro. Me enseñaba técnicas: «Relaja la garganta, respira por la nariz. Imagina que es un entrenamiento de mandíbula, como tu calistenia». Practicábamos con bananas primero, riéndonos, pero pronto pasamos a lo real. Mordía sus tetillas con más fuerza, dejando marcas rojas en esos pectorales perfectos. Él gemía fuerte: «Muerde, Sergio, eso me pone loco». Sus músculos se contraían bajo mi boca, y yo lamía el sudor de su pecho, bajando por el abdomen marcado hasta esa verga enorme.

Con los meses –pasamos Navidad y Año Nuevo así, escondidos en su casa mientras San Miguel bullía con fiestas–, mi mandíbula se fortaleció. Era como un entrenamiento: cada sesión, intentaba meter más. Al principio, solo 15 centímetros, gagging constante. Pero Sebastián me animaba: «Tú puedes, weón. Eres mi mejor amigo, mi secreto». El morbo crecía; imaginaba a Carla en Argentina, sin saber que yo era ahora el que satisfacía a su marido. Una noche de enero, con el calor a 35 grados, lo logré por primera vez. Estaba de rodillas en su dormitorio, él sentado en la cama, piernas abiertas. Lamí sus pectorales primero, mordiendo las tetillas hasta que se pusieron rojas e hinchadas. «Ahora, chúpame todo», dijo. Relajé la garganta, como me había enseñado, y bajé lento. Sentí la cabeza pasar mi campanilla, el tronco estirándome la boca al límite. 20 centímetros… 22… y luego, increíblemente, todo adentro. Mi nariz tocó su pubis, oliendo su aroma masculino. No podía creerlo; era como si mi cuerpo se hubiera adaptado a él. Sebastián jadeó: «¡Puta, Sergio! Nadie me lo ha metido todo. Ni Carla, ni ninguna». Succioné profundo, moviendo la lengua en la base, sintiendo las venas palpitar. Él me follaba la boca suavemente, sus manos en mi cabeza, pero sin forzar. Pellizqué su tetilla izquierda mientras lo tenía adentro, y eso lo hizo explotar. Tragué todo, sin derramar una gota.

Desde entonces, me convertí en su experto. Cada sesión era más intensa, más detallada. En febrero, con el verano agonizando, íbamos al patio trasero por las noches, bajo las estrellas de San Miguel. Él se recostaba en una hamaca, yo entre sus piernas. Lamía sus pectorales sudados, mordiendo las tetillas hasta que dolían, y luego bajaba a esa verga de 25×8. La chupaba lento al principio, saboreando cada vena, cada pliegue de la piel. Luego, profundo: todo adentro, manteniéndolo allí mientras respiraba por la nariz. Movía la cabeza, succionando como un vacío, mi mandíbula entrenada para no cansarse. Él gemía: «Eres el mejor mamador que he tenido, weón. Mejor que cualquier mujer. Ellas se cansan, tú no». A veces, me dejaba lamer sus bolas mientras me masturbaba, pero nunca pasamos a más. Solo oral, como él lo quería. El morbo era en los detalles: el sonido de mi garganta glug-glug, el sabor salado de su precum, la forma en que sus pectorales se hinchaban cuando mordía. Me convertí en adicto a eso, a ser su lamedor personal.

Para marzo, cuando el otoño empezaba a enfriar las noches, Carla anunció que volvía pronto. Sebastián me miró triste: «Tenemos que parar, weón. Pero fuiste el mejor». La última noche, lo hice perfecto: lamí cada centímetro de sus pectorales, mordí las tetillas hasta que sangraron un poco, y luego me tragué todo su pene, succionando hasta que explotó. No podía creer cómo había aprendido, cómo mi cuerpo se había moldeado para él. Éramos amigos, pero ahora con un secreto morboso que nadie sabría. En San Miguel, bajo el sol de verano que se iba, descubrí una parte de mí que no sabía que existía. Y Sebastián, con su verga enorme y su físico de dios, fue mi maestro.

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2 Comentarios

  • Anónimo
    diciembre 13, 2025 a las 8:34 pm

    Necesito amigos heteros así !

  • Germn
    diciembre 14, 2025 a las 11:57 am

    Necesitamos más amistades asi

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